El tono que la presidente emplea en cada uno
de sus discursos.
Pareciera que Cristina confunde voz de mando con prepotencia. Ella cree que las inflexiones severas de su voz altisonante construyen ese poder vacío que junto a su marido ocupó en 2003. Ella lo cree y y probablemente también su coach (¿Nancy Duplaá?) Cuando le
habla al pueblo trabajador apela a la épica con acento lastimoso, una suerte de Evita cheta, aggiornada "a los tiempos que corren" y filtrada más por el menemismo que por el siglo XXI. Ahora cuando se
dirige a un trabajador, a uno solo, a alguien en particular o sea, a alguien real y
concreto, Salustriana, el che camarógrafo o quien sea, allí desaparece un poco esa construcción ficcional, allí hay arranques más sinceros si se quiere, una zona en donde su coach no puede hacer demasiado. Se desnuda la mujer que siempre ocupó puestos y cargos de poder desde joven, la mujer acostumbrada a tener secretarios que le prepararan cafés y discursos por igual, y también la empresaria sureña, la tipa con guita que se manejó siempre con choferes y sirvientas, la que no comprende el mundo sin subordinados, y detrás de todo eso, la universitaria que en algún momento de su juventud se traicionó para pegar el salto, un salto cuyo costo desconocemos pero podemos intuir. El tono de Cristina cuando se dirige en singular recobra una intensidad mandona, despectiva, jerárquica que, se
supone, contradice los valores de equidad tantas veces proclamado.
Es que es el tono imperativo de sus discursos el que
confirma que no hay batalla cultural ganada. La cultura argentina del poder se
cimienta en ese modo patronal con el que estancieros, militares, oligarcas,
policías y jerarcas y jefes de toda ralea hicieron y hacen valer su autoridad. Cristina no
escapa a ese molde, y con ello todo un modo de concebir las estructuras del poder real, al que, salvo Clarín , no le han tocado ni un pelo aún.
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